Dicen que en estos días el diablo anda suelto, y en todas partes hace diabluras, porque no sabe hacer otra cosa. De lo tirante y serio que es a veces la vida, con su presencia – siquiera eventualmente - se vuelve más llevadera, más alegre y más festiva. Es pues carnaval, no faltaba más. Si las deidades Momo y Baco no hicieran lo suyo, este valle de lágrimas sería insoportable; afortunadamente sigue siendo valle pero con menos lágrimas. A veces se llora también de puro contento, no siempre de tristeza.
Esas “aguas vencidas del cielo”, como diría Gabriela Mistral, cayeron con frenética intensidad en estos días, como si el diablo en persona lo hiciera. No se sabe por qué San Pedro descargó con tanta profusión la lluvia, acaso sea por los muchos pecados cometidos. Se habrá llorado, en este caso, por solidaridad con lo que a nosotros nos hace llorar. Todo puede ser. Pero “porque es carnaval, todo se soporta; aunque nos critiquen, poco nos importa”, dice la copla.
Parece tener varios rostros el carnaval. No sólo es fiesta, estridencia y jolgorio, también se suele llamar carnaval a una situación revuelta, caótica y desordenada, como la que se vio en torno al Palacio Quemado en el relevo del poder. A su manera, los políticos también hacen de su vida pública un verdadero carnaval; en tiempos electorales, ni que se diga. Si no tuviéramos la paciencia de soportar sus ocurrencias, creeríamos con humor que los candidatos han perdido la chaveta.
¿A quién se le ocurre por ejemplo no ser parte de los socialistas y al mismo tiempo ser un opositor acérrimo a las pretensiones del caudillo? Es una locura, muy propia del carnaval y sus recovecos oscuros. Los que encabezan las filas de los partidos sueñan con ceñir un día la banda presidencial. Es el voto duro de la unidad imposible que se enfrentará en mayo al otro, también duro, de los masistas: duro contra duro es la cosa. El de los que no aflojan para unirse y de los que ya lo tienen.
Bolivia es el país de las “entradas”, somos diestros para inventar esas cosas. De los políticos no se agota nunca, hay una leve esperanza de que al fin se cansen de empujarnos a esa aventura porque ya se tiene bastante; en promedio, casi una por año. Por lo visto, es mucho más fácil lanzar “entradas”; sólo las salidas no podemos encontrar, como aquella que nos facilitaría el acceso al Pacífico. Al final del túnel hay otro más largo, más túnel.
Un diablo que parece haber salido directamente del Averno, terminó por rifarnos la última la esperanza en La Haya. Muchas veces nos dijo que el mar estaba cerca, a la vuelta de la esquina. Era un mitómano de siete suelas, si los hay. Pero el muy pícaro, después de hacer del gobierno un carnaval, un día cerca del anochecer, “llorando se fue”. Y no ha vuelto; ya no volverá, felizmente.
En resumen: “Estos carnavales quién inventaría; un viejo borracho, alegre sería”.
El autor es escritor.