El derrumbe de la Unión Soviética y la caída del Muro de Berlín no sirvieron para demostrar que el modelo socialista se había agotado. Tampoco ayudó a convencer el fracaso del “estado de bienestar” en Europa, la hambruna de Cuba o el desastre en el que vive hoy Venezuela.
Curiosamente, la que mejor anticipó el colapso del modelo fue la China comunista y no sólo se abrió al capitalismo y al libre mercado, sino que impulsó un cambio radical en la mentalidad de sus habitantes, los que más se preocupan hoy por aprender, educarse, estudiar inglés, desarrollar nuevas tecnologías y conectarse con el mundo para hacer negocios.
Esa actitud del ciudadano se ha vuelto indispensable a partir de la explosión de la era del conocimiento y la información que ha dado como resultado, una sociedad en constante innovación, que a su vez, ha traído consecuencias muy marcadas en la forma cómo trabajamos, cómo creamos empresas y cómo producimos. Es inmensa la lista de compañías que han irrumpido de manera abrupta, que han modificado radicalmente la manera de hacer las cosas y que nos han obligado a cambiar en todos los ámbitos de la vida. Con la pandemia, ese proceso se ha acelerado y si no nos adaptamos, estamos condenados a la destrucción.
Ese es el caso de Argentina, un país cuyo modelo está basado en el subsidio, en el gasto público y en los pobres con necesidades insatisfechas que esperan que el Estado les resuelva sus problemas, como se lo han prometido. La cuarentena y la consiguiente paralización de la economía le vino como anillo al dedo a esa nación, donde la mitad de los habitantes no trabaja, cobra sueldo del estado y no produce, mientras la soya, el maíz y el trigo crecen sin pausa en los campos, las cosechadoras y los camiones no se detienen y los barcos envían la producción hacia el exterior para que todos vivan felices y contentos.
Ese modelo funciona cuando hay una fuente de financiamiento inagotable y una “rueda de auxilio” como la que tenían los cubanos con la Unión Soviética. Para los argentinos, ese papel de salvavidas lo han cumplido los organismos internacionales de crédito, pero aunque quisieran hacerlo, hoy ya no pueden seguir soltando plata ni siquiera por motivos humanitarios. La economía, el dinero y los créditos están orientados hacia el individuo, hacia el creativo, el emprendedor, la pequeña unidad productiva, la empresa familiar o unipersonal, pues el futuro del mundo está en ellos, mientras que el estado, y sobre todo uno como el de Argentina, todavía piensa como lo hacía Marx, que creía que la revolución sólo es posible cuando la producción está concentrada en pocas manos, a las que se les puede arrebatar la riqueza para distribuirla entre los oprimidos.
Esa transformación se está produciendo inexorablemente, sin la intervención de los actores políticos tradicionales. Se trata de una revolución sin caudillos ni armas. Los bolivianos tendremos el desagradable privilegio de ver cómo se derrumba el modelo en nuestras narices y la satisfacción de haberlo derrotado el año pasado, lo que nos brinda oportunidad de construir otro destino.
Ese es el caso de Argentina, un país cuyo modelo está basado en el subsidio, en el gasto público y en los pobres con necesidades insatisfechas que esperan que el Estado les resuelva sus problemas, como se lo han prometido.